El severo rechazo a la diplomacia de Bush en la Cumbre de las Américas en Mar del Plata, Argentina, el 4 y 5 de noviembre pasado, fue, en cierto sentido, la culminación de casi dos siglos de difíciles relaciones entre Estados Unidos y el resto del continente americano. No surgió de la nada, y seguramente no es el fin de la historia, que, desde el punto de vista estadunidense, va cuesta abajo constantemente.
Con la doctrina Monroe, desde 1823 Estados Unidos proclamó que América, el continente, era su reserva privada. Con esta doctrina Estados Unidos saludó la independencia de muchas de las antiguas colonias de España y advirtió a las potencias europeas que no intentaran entrometerse nunca más en el continente. Por supuesto no se le extendió un reconocimiento semejante a Haití, Estado dominado no por colonizadores blancos sino por ex esclavos negros y colorados libres. Washington se negó a reconocer a Haití hasta 1862 (cuando la secesión de sus estados esclavistas alivió algo de la presión que pesaba sobre el gobierno estadunidense). Sin duda Estados Unidos no tenía manos libres en América Latina; durante todo el siglo XIX Gran Bretaña era todavía la fuerza económica (y política) dominante en la región.
Pero lentamente Estados Unidos estableció su primacía en México (después de varias escaramuzas militares), en el Caribe (especialmente después de la guerra hispano-estadunidense) y eventualmente en Sudamérica. A principios del siglo XX se sintió en libertad de arrancar a Panamá de Colombia (para construir el canal) y de enviar marines a imponer su orden (y defender sus intereses corporativos) en varios estados centroamericanos y caribeños presumiblemente soberanos.
La política del gran garrote que implicó una intrusión imperial abierta, fue básicamente la única que ejerció Washington hasta 1933, cuando Franklin Roosevelt proclamó en sustitución la política del buen vecino, y la aplicó a Cuba, México y Puerto Rico, entre otros sitios. Después de eso no se abandonó del todo el gran garrote (la invasión de Bahía de Cochinos en Cuba en el periodo de Kennedy, los marines enviados a República Dominicana en el gobierno de Johnson, la invasión de Granada con Reagan y la de Panamá en el régimen de George Bush padre). Tampoco debemos olvidar las innumerables veces que Estados Unidos respaldó de modo encubierto golpes militares (notablemente en Guatemala, Brasil, Chile y -sin éxito- en 2002 en Venezuela). Pero el gran garrote alternaba con diplomacia más suave. Y fue una diplomacia más suave la que George W. Bush intentó usar de manera torpe en Mar del Plata.
No funcionó. ¿Por qué? Mientras que en cierto sentido Bush no intenta nada nuevo en América Latina, pues meramente continúa en la región las políticas de sus predecesores, sus aventuras en Irak han estorbado la capacidad de que esta política funcione. Al tratar de empujar -de manera muy lamentable- su política de intimidación machista en Medio Oriente, Bush ha minado radicalmente el nivel de respaldo mundial para su país y al tiempo ha amarrado los instrumentos de su fuerza (militar, financiera y política). La culminación de dos siglos de dominación en América Latina es la imagen de Estados Unidos como un gigante con los pies de barro. Tan sólo miremos la serie de golpes al poderío y el prestigio estadunidenses que se asestaron antes y durante Mar del Plata.
El presidente de Argentina, Néstor Kirchner, abrió la reunión con un discurso en el que declaró que Estados Unidos tenía la « inescapable e inexcusable » responsabilidad por las políticas que condujeron a la pobreza y a una tragedia social en América Latina. Específicamente citó el consenso de Washington y las políticas de ajuste estructural del Fondo Monetario Internacional. Pese a que éste es el lenguaje tradicional de la izquierda en América Latina, es probablemente la primera vez que el anfitrión de una reunión internacional dice esto en público con el presidente estadunidense enfrente. ¿Se retiró Bush? No, refrenó la lengua y se concretó a alabar a Kirchner por las mejoras que ha logrado en la economía argentina.
Entretanto, Hugo Chávez, el presidente de Venezuela que se ha tornado la gran némesis de Estados Unidos, habló frente a un público vasto, y denunció las perfidias de Washington. Se le unió, entre otros, el gran héroe del futbol argentino (y de América Latina) Diego Armando Maradona, quien aprovechó la ocasión para decir que « Fidel (Castro) es Dios, y Bush es un asesino ». Puede que las estrellas del soccer no califiquen como analistas políticos, pero tienen mucha influencia en la opinión pública.
La reacción estadunidense a Kirchner e incluso a Chávez fue suave porque Estados Unidos se concentraba en que saliera algo de la cumbre -un compromiso, la confirmación de un compromiso-: lograr el Area de Libre Comercio de Las Américas (ALCA). Aquí Estados Unidos se topó con un bloque de granito: los cuatro estados que conforman el Mercosur -Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay-, más Venezuela, dijeron que no. El presidente de México, Fox, intentó reclutar a los otros, pero sin Brasil, Argentina y Venezuela el ALCA está, como proclamó Chávez, « muerto y lo estamos enterrando aquí ».
Y mientras, esos mismos países fortalecen sus lazos económicos con Europa y China en detrimento de Estados Unidos.
Bush ha impulsado dos cosas en América Latina: el ALCA, ahora muerto, y aislar a Cuba. Aunque Cuba no fue invitada a la cumbre (Bush no habría venido en ese caso), justo pocos días después la Asamblea General de Naciones Unidas votó una vez más -y con la más alta votación hasta el momento (182 a 4, con una abstención y cuatro países que no votaron)- en favor de poner fin al bloqueo a Cuba. Lo más que pudo lograr Estados Unidos de América Latina fueron dos « no votos », de Honduras y Nicaragua.
Finalmente, aunque en Mar del Plata México fue uno de los pocos defensores públicos de Estados Unidos respecto del ALCA, poco días antes México había ratificado el tratado de la Corte Internacional de Justicia, y específicamente rehusó firmar el llamado acuerdo bilateral de no rendición que Estados Unidos insiste en obtener en todas partes para sus propios soldados.
La doctrina Monroe está muerta. Y pocos lo lamentan.
© Immanuel Wallerstein
Traducción: Ramón Vera Herrera